“La
soledad agradece mi lamento
y
baila conmigo en el páramo
soy
su leve idolatría
sobre
mí viaja el oxígeno que respiras
¿Lo
ves?
Viento
soy… y tú eres mi destino.”
José
Cercas, extracto del poema A alguien que me llamó viento, de su
libro Oxígeno.
El espíritu del viento tiene nombre de mujer.
—Ven
conmigo, no te arrepentirás. —La chica del pelo azul y ojos ultramar me tendía
la mano para acompañarla en su lancha. Nunca la había visto pero su
ofrecimiento me pareció inoportuno, inesperado y me dio vértigo—. Venga, no te
lo pienses más, anda —insistió animosa.
Estaba
sentado en la playa al atardecer, reflexionando sobre qué cenar aquella noche,
esperando a mi madre en el universo de las luces todavía apagadas de aquel
cielo rosa, escuchando el viento y tragándome cientos de culpas como sapos. Me
incorporé, me miré los pies descalzos, metí la mano en los bolsillos y conté el
poco dinero que tenía. Si era el momento de tomar la decisión, no debía dudar.
—No
te preocupes. No tengas miedo.
—Yo
no tengo miedo. El que no tiene nada que perder ya nunca siente miedo.
—Pues
venga. —Abrió la mano derecha y me ayudó a subir a la lancha motora. Luego me
dio un chubasquero rojo y un chaleco salvavidas amarillo con una banda
fluorescente—. Póntelo —me ordenó.
Era
la primera vez que me ponía ropa así y me costó un poco ajustármela y sentirme
cómodo. Luego miré alrededor. Había una pequeña nevera con agua, dos bidones de
gasolina y un mar por delante.
Durante
dos horas estuvimos navegando rumbo adentro. La sensación de sentirse rodeado
de agua por todas partes era sobrecogedora. Yo nunca había estado tanto tiempo
sin pisar tierra firme y comencé a encontrarme mal, sentía frío en la espalda y sudor febril en la
cabeza y las manos, me temblaban las tripas como si tuviera el gusano de guinea
dentro de mí. Sólo pensarlo me provocó la náusea en dos ocasiones. Después,
como por arte de magia, el cuerpo se estabilizó. La chica tenía unos ojos
grandes del color del horizonte, en esa línea donde convergen cielo y mar, y la
piel morena. No podía concretar de dónde era originaria, pero hablaba
perfectamente mi lengua krio. Así que eso facilitó mucho las cosas.
—
¿Cómo te llamas? —me preguntó sonriente al cabo de un buen rato en el camino.
—Douda
Adama.
—Ese
nombre no es senegalés.
—No.
Realmente yo no soy de aquí, estaba de paso, soy de una aldea pequeña cerca de
Magburaka al norte de Sierra Leona. Es una historia muy larga.
—No
me importa, tenemos mucho tiempo por delante.
—¿Dónde
vamos?
—A
una isla llamada Palma.
—¿Está
muy lejos?
—No,
está cerca. Si mis previsiones son las adecuadas, tenemos que aprovechar la
contracorriente canaria, que hoy se dará durante la noche, para ser impulsados,
y un poco del viento del Sáhara para llegar a nuestro destino con gasoil
suficiente.
—Y
tú, ¿quien eres? ¿Por qué me ayudas?
—Ni
te lo imaginas. Aunque te lo explicara, nunca lo entenderías.
La
chica sacó unos bocadillos y nos los comimos en silencio. Ella no quería hablar
y yo estaba cansado y tampoco me apetecía mucho ni hablar ni comer. Hubo un
momento que sentí ganas de orinar. Me dio vergüenza decírselo, pero ella,
anticipándose a mis pensamientos, al ver que me tocaba la entrepierna, me
alertó:
—Ni
se te ocurra mear por la borda. Tendrás que hacerlo dentro de esta botella de
plástico. —Y me la tiró a la cara.
De
pronto sucedió algo inesperado. Un viento comenzó a empujarnos por la popa. La
chica se rió.
—Aquí
estabas, maldito Berg Winds, te esperábamos.
El
viento azotaba la embarcación y yo me sentí cada vez peor por los pantocazos de
la proa donde iba sentado justo enfrente de la chica que manejaba el timón. Era
pleno agosto y ya se había cerrado la noche, por lo que deduje que serían más
de las once. La temperatura subió progresivamente hasta los 48 ºC en menos de
media hora. No se podía respirar. Estornudé varias veces y ella me indicó:
—Tienes
que protegerte. Yo seguiré aquí, sujetando el timón.
—No
veo nada.
—No
hace falta. Túmbate, ponte la capucha del anorak, sujeta este trapo en la cara
y respira a través de él, pronto llegará la calima en suspensión. ¡Agáchate ya,
hazme caso o morirás!
—¿
Y tú?
—Tranquilo,
estoy acostumbrada.
A
mi dolor de barriga comenzó a sumarse el calor. Mi cuerpo sudaba por todas
partes. Mares de toxinas emanaban de mi piel y creo que me desmayé dos o tres
veces bajo la manta con la que me cubrió. Temía salir de aquella madriguera y
morir. Pero el sonido del motor de la lancha me hacía pensar que todo iba bien.
La chica del pelo azul me hablaba de vez en cuando para tranquilizarme: Sigo
aquí. Todo bien. No mees. No levantes la manta. Cierra los ojos y sueña. Sueña
con tu familia, con las estrellas del universo, con tu madre, tu hermana, tu
novia o algún amigo fiel. Sueña…
Era
imposible soñar, más bien tuve millones de pesadillas. Debí de hablar durante
mi delirio, quizá pensé y dije muchas cosas que sólo se pueden pensar y decir
cuando uno cree que morirá pronto. Ignoro el tiempo que permanecí oculto bajo
la manta. Pudo ser un día, dos, tres… Allí estuve lo más inmóvil posible para
no gastar energías. Cuando por fin decidí arriesgarme, enloquecido por la sed y
al límite de mis fuerzas descubrí que estaba tan débil y anquilosado para
realizar cualquier movimiento que mis extremidades no me respondían.
—Quiero
salir. Necesito salir —intenté gritar reuniendo todas las fuerzas que pude.
Ella
levantó la manta con mucho esfuerzo, pues estaba aplastado literalmente por
kilos de arena, y la tiró en el océano. Luego, sonriente, me ayudó a
incorporarme.
—Vaya,
ha sido muy duro. No pensé que lo conseguirías… Pero has sido un valiente, un
muchacho muy valiente.
Me
dio un poco de agua que bebí a pequeños sorbos y luego me advirtió sobre la
llegada de la lluvia:
—En
agosto sólo llueve un día y será hoy por la tarde. Aquella noticia me alegró
bastante. Pero ella no sonreía—. Me has contado muchas cosas y cada vez estoy
más contenta de haberte elegido a ti.
—¿Cosas
como qué? Déjame beber un poco más —le pedí sujetando la botella de plástico
que me retiraba. ¿Elegido?
—Lo
de tu hermana gemela, la muerte de tu madre, la venta de los dos a un perverso
explotador llamado Kone para trabajar en los cafetales de Guinea, la vuelta a
casa para buscar al resto de tus hermanos, tu ingreso en el ejército de Sierra
Leona, tu huida al Sáhara y finalmente tu trabajo en Senegal. Lo has pasado muy
mal, chico. ¿Qué edad tienes?
—Quince
años.
—¡Vaya!
Por tu aspecto pareces mayor.
—He
visto muchas más cosas en ocho años que tú en toda tu vida.
—No
lo dudo. —Pausa incómoda—. Por cierto, ¿quién era Alisi?
—Mi
amor, mi único amor y motor de mi esperanza. La conocí en los campos de café. La
violaban cada noche los capataces, cada día uno distinto o dos o tres, y luego
venía a mi cabaña, se metía en mi catre, me abrazaba por la espalda y lloraba.
A veces eran sólo quince minutos, otras casi una hora. Nunca he oído ni oiré un
llanto tan triste. Ella era preciosa, la más bella de todas, pero cuando se
quedó embarazada y ya no servía para calmar las ansias lujuriosas ni el estrés
de los capataces, la mataron. Nunca sabré si el hijo que llevaba en su vientre
era mío o no, pero aquello fue la alarma para intentar cambiar de nuevo el
rumbo de mi vida. Siento furia al recordar todo esto. Siento un dolor
profundísimo.
De
repente, al levantar los ojos y terminar de acostumbrarlos al efecto extraño
del mar, como de espejismo constante, me di cuenta de que la chica del pelo
azul tenía mal aspecto. Su piel se había vuelto tan transparente que casi podía
tocar sus venas y sentir el pálpito de su corazón bajo el armazón de las
costillas. ¿Podría ser que se estuviera consumiendo, o esa sensación era objeto
de una alucinación mía por el cansancio?
—¿Qué
te pasa? ¿Te encuentras bien?
—Sí,
cuestión de energía. Ha sido extenuante. Tranquilo, estoy bien, en serio,
prosigue tu relato sobre Alisi.
—Me
sacaba cinco años, pero me amaba tanto como yo a ella. Y sé que hubiéramos sido
felices. El día que la asesinaron comprendí que tenía que marcharme de allí
porque el siguiente sería yo. Y huí. Todavía me pregunto qué fuerzas
planetarias se aliaron conmigo para conseguirlo porque hasta el momento nadie
lo había logrado, pero yo lo hice ocultándome durante siete días dentro de un
pozo. Luego, en Sierra Leona, volví a buscar a mi padre y a mis hermanos pero
ya no estaban. Nadie que yo recordara con tan sólo ocho años parecía estar allí
y tampoco nadie se acordaba de mí. Entonces me reclutaron para la estúpida
guerra. He hecho cosas horribles que no quiero contar. Bueno, me han obligado a
matar y torturar a seres humanos y animales. Muchas noches no puedo dormir. No
comprendo cómo pude hacer todo aquello.
—No
te sientas obligado a contarme nada. Lo comprendo.
Después
hubo un largo silencio. Ella me miraba y esperaba quizás que yo le quisiera
contar más. Pero no podía. Aquellos episodios homicidas no eran dignos de ser
recordados ante aquella chica buena. Luego abrió la nevera portátil azul y me
ofreció algo envuelto en papel de plata que llamaban chorizo. Me supo a gloria.
Después, con la tripa llena, se levantó, se estiró y comenzó a hablar sobre la
tormenta que se avecinaba.
—Mira,
observa el inmenso océano, parece que nada se mueve, todo está detenido en un
momento de calma y eso significa que la tormenta será copiosa. Pero, pase lo
que pase, no te rindas, ¿entendido? Si muero, no debes tirarme por la borda. Si
desaparezco, no debes abandonar la embarcación jamás. ¿Lo has entendido bien,
Douda? La embarcación es tu única casa, tu única esperanza para sobrevivir.
Entendido, ¿verdad?
Sólo
pude afirmar con la cabeza. Y esperar.
A
las siete y media de la tarde aproximadamente comenzó a llover. La lancha se
llenaba de agua y trabajábamos a turnos para evacuarla. La chica del pelo azul
cada vez estaba más pálida y me parecía todavía más delgada, pero seguía
sonriendo vital y eso me tranquilizaba. Creo que me abrazó unas cuantas veces,
y me besó la cabeza mientras trabajábamos y descansábamos a turnos.
Estuvo
lloviendo varias horas, tres, cuatro, quizás cinco y después nos sorprendió el
rayo. Nadie puede imaginarse un rayo en mitad del océano. Hasta que no lo has
visto por primera vez, no conoces el alcance de la electricidad y sus partículas
furiosas. Y la lancha se rompió en dos. Estuvimos un tiempo flotando en mitad
del océano. Lo siguiente que recuerdo fue un bichero que me sujetaba el chaleco
salvavidas y me subía sobre una lancha de aproximación. Después, a dos personas
tirando de mí hacia arriba mientras me agarraban por los brazos. Me depositaron
en la cubierta del pesquero. Alguien me lanzó un cubo de agua caliente encima y
después me cubrieron con mantas y me hicieron tragar algo redondo y pequeño de
color blanco, bastante amargo, para la fiebre. Cuando abrí los ojos sólo vi
azul, el cielo azul y ocho caras mirándome alrededor. Aquella fue la primera
vez que vi hombres blancos. Me pareció magia pura. Y los segundos se alargaron,
ralentizando todo. Absorto por aquella visión, pensé incluso que aquello sería
algún tipo de cielo.
—Chico,
¿de dónde vienes? ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes?
Me
hablaban en una lengua que no entendía, me abofeteaban la cara para
despabilarme pero me daba igual. Volvía a cerrar los ojos. Luego me dieron algo
parecido a una sopa con tropezones de pollo o gallina. Y me recuperé un poco
más. Cuando ya fui capaz de incorporarme, la vi. La chica del pelo azul estaba
entre ellos, pero una ráfaga de viento la convirtió en partículas o
subpartículas de tiempo o espacio con gases en suspensión: nitrógeno, oxígeno,
dióxido de carbono, neón, agua… Minúsculas partículas flotantes que circularon
a mi alrededor y me susurraron al oído: I´m wind, you win. Ese
viento se colocó encima de mi cabeza y ascendió en espiral hasta quedar
reducido a un puntito azul en medio del cielo.
—Adiós,
amiga. Y gracias —le contesté en krio.
Los
demás se pusieron muy contentos al ver que acababa de hablar. Dejaron atrás la
incertidumbre y comenzaron a sonreír. Me seguían haciendo preguntas, muchas,
pero yo no sabía ni qué me preguntaban ni qué contestar porque no les entendía;
sin embargo, sonreía y eso les alegraba. Pese al cansancio y al dolor imposible
de soportar, tomé una determinación. Quería vivir. Y cada vez que lo pensaba
para mis adentros conseguía apretar más mis manos sobre las suyas y eso me
agarraba a la vida y les hacía sonreír más.
—Ánimo
chico. Te pondrás bien.
No
sé si ella existió realmente o fue la excusa para reunir fuerzas y embarcarme
en esa aventura. No sé si esto sucedió así o, debido a la acción del rayo, es
lo único que soy capaz de recordar. Nunca llegué a la Palma. Me pasé media vida
viajando de pesquero en pesquero por medio mundo y conocí a otros que también
escaparon como yo de la barbarie de Sierra Leona. No hice muchos amigos,
aprendí idiomas y conocí a millones de seres humanos a los que intenté ayudar
siempre.
Pero
si algo tengo muy claro es que el espíritu del viento tiene nombre de mujer.
Ese viento que respiramos inconscientemente, portador de mensajes, de besos
tardíos o perdidos, de recuerdos, cargado también de virus y bacterias,
incluso; ese viento oxigenado vital para existir y que nos rodea cada día debe
contener esencia de mujer, de madre, de amiga, de compañera, tiene que estar
cargado de la misma energía cósmica que la mujer capaz de generar vida. Muchas
veces recuerdo a aquella chica de pelo azul y ojos ultramar, la que desapareció
de mi plano físico, de este que habitamos transitoriamente, porque su esencia
regresa cada vez que una brisa cálida o una corriente gélida me acaricia el
alma. Y eso es muy fácil en el mar y en el amor.
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