En esta convocatoria de Surcando Ediciona se invirtieron los roles. Paloma, ( Dove White) realizó el texto y yo realicé la ilustración. Sed benévolonos no es mi oficio pero lo hice encantada.
No me gusta el
circo.
Nunca me ha gustado el circo.
Siempre me ha parecido un lugar triste y desdichado.
Desde pequeña he tenido la sensación de que los que trabajaban en el circo
eran desgraciados, y no podían sobrellevar su tristeza en otro lugar que no
fuera el jodido circo.
Porque ―al fin y al cabo― en el circo, los artistas adoptaban un personaje,
una ficción, una máscara.
Cuando veía una película ambientada en el circo siempre me encontraba con
una tragedia griega, con una historia tremebunda, con unas vidas desesperadas.
En la película “El mayor espectáculo del mundo” del año 1952
hay una historia muy triste, la de un payaso encantador y muy risueño que
esconde tras su maquillaje el inmenso dolor de tener que abandonar a su
queridísima madre para esconderse de la justicia ya que antes de payaso fue un
reputado médico que por una negligencia causó la muerte de un paciente y la
policía lo busca para enchironarlo.
James Stewart daba vida al payaso-médico o al médico-payaso que salía
haciendo sus gracias entre número y número circense.
Pero lo que verdaderamente me hacía llorar y que se me saltaran las
lágrimas era cuando el pobre payaso se acercaba a las gradas y se sentaba junto
a una encantadora ancianita con sombrerito y la abrazaba y besaba con gran ternura
mientras la señora se secaba las lágrimas.
Claro, era su madre que seguía al circo de ciudad en
ciudad para poder ver a su querido hijo y estar junto a
él aunque sólo fuera unos momentos.
James Stewart estaba sublime en esa película.
Y más sublime aún estaba cuando durante un terrible accidente de
tren el circo queda destrozado, y tiene que
atender a los heridos viéndose su pericia como cirujano descubriéndose el
pastel.
Los amores contrariados y trágicos y los “menage a trois”, en esa
película también ofrecen su espectáculo de tristeza y lágrimas.
Total, que la película es maravillosa pero sigo pensando que el circo me
resulta detestable.
Un circo en plena meseta castellana con la trágica historia de amor entre
Puck, el payaso, y Cecilia, guapa y ambiciosa también me hizo llorar mucho.
No por las artimañas de la zorra de Cecilia que le tiene al pobre Puck al
borde del colapso mental y del otro sino por el papelón de la pobre Lina, la
buena muchacha, que siempre ha amado a Puck y ve como Cecilia intenta
arrebatárselo.
Se trata de la célebre zarzuela Las golondrinas.
De nuevo a llorar y a acordarme de los ancestros de los que inventaron el
circo.
Es muy posible que exagere.
El circo tiene sus cosas buenas también.
Pero los payasos siempre me han dado pavor. Y no hablo de los payasos
psicópatas y asesinos que tan de moda están ahora, sino por las trazas de los
susodichos.
Cuando era muy niña, mi padre me llevaba al famoso Circo Price a
una gala de Reyes y me hacían fotografías con los payasos ― que serían muy
buenas personas― pero a mí me daban mucho miedo.
Precisamente, tengo una fotografía en la que se me ve pequeña, muy mona,
con una carita de susto impresionante junto a un payaso sonriente y paciente
que está intentando hacerme reír pero que no lo consigue del todo.
Volviendo a la actualidad de mi vida, los célebres Payasos de la tele me
caían bastante mal.
Las canciones que cantaban como La gallina Turuleta, Susanita tiene
un ratón, Mi barba tiene tres pelos, Feliz, feliz en tu día, etc, se me
atragantaban.
Bueno, tal vez las canciones, no, pero ellos sí.
Ni Fofó, ni Miliki, ni Milikito, ni Gaby, ni ninguno.
No era una niña porque ya tenía más años que el hilo negro cuando
televisaban a los dichosos payasos, pero no los tragaba. ¡Qué le vamos
a hacer!
Cuando escuchaba a Fofó preguntar ¿cómo están ustedes? me
piraba.
Hay otras películas, historias, novelas y cuentos.
Uno de ellos era Martita en el circo, uno de mis preferidos.
Siempre que iba con mi padre a la biblioteca de la Telefónica en el
Centro Cultural Deportivo que la Compañía poseía en la Gran Vía de Madrid
pasaba las horas muertas leyendo los libros de la colección de la cursi de
Martita.
Entonces, tal vez, no odiaba tanto el circo, jajajajajaja.
En el fascinante y “espeso” mundo de la ópera, Pagliacci se lleva mi
aplauso soberano porque es un dramón muy mediterráneo.
El lugar de la acción es un pueblecito de la Calabria italiana durante una
fiesta religiosa, La Asunción, y a mediados del siglo XIX.
Total, drama asegurado por celos y cuernos.
No voy a contar la historia de celos, pasión y muerte de esta afamada ópera
porque parece algo repetitivo pero el momento, momentazo del tenor lírico
cantando y llorando Vesti la giubba es algo sublime y
llorar se llora como un descosido.
Yo siempre he llorado al escuchar esta aria tan trágica.
Un pobre payaso que sólo sirven para que se rían de él como su mujer,
Nedda, que se la pega con Silvio.
En fin que aparte de los dramas, las tragedias, las lágrimas, y
las emociones que despierta el circo y las alegrías de los payasos, los
malabaristas, trapecistas y domadores, a pesar de que los circos con animales
están en el entredicho y están empezando a prohibirlos, el circo es el mayor
espectáculo del mundo.
Y no porque lo diga Cecil B. De Mille, es que lo digo yo aunque no me
guste.
Paloma Muñoz
Dedicado al Circo Price
Madrid, 9 de abril 2018
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